sábado, 20 de abril de 2013

Paréntesis

Joaquín Vásquez Aguilar: Poeta de los pájaros profundos

José Falconi
 
 
A la memoria de Quincho
Joaquin Vasquez Aguilar


Joaquín Vásquez Aguilar “Quincho”, quien murió en enero de 1994 a los 47 años de su edad, en el marco del levantamiento armado de los indígenas de Chiapas, es una de las voces claves de la prestigiosa poesía chiapaneca, al lado de Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Enoch Cancino, Juan Bañuelos, Daniel Robles Sasso y Raúl Garduño. Vásquez Aguilar es autor de los poemarios Casa, Cuaderno perdido, Vértebras (editado por el Fondo de Cultura Económica), Aves y Erguido a penas.
Leer los poemas de Vásquez Aguilar es como transitar un camino iniciático. No, no pienso en un complejo sistema soteriológico que explique el origen y el sentido del ser y del mundo. Pienso en el andar de un hombre, de un poeta, que no elude o esconde sus raíces hundidas en las sombras del silencio y de la soledad; pero raíces que pugnan por llegar al corazón del ser y sentar plaza en el almanaque humano.
La iniciación —siempre poética— que la poesía de Vásquez Aguilar nos ofrece es cosa de nuestro mundo, es la muerte en movimiento, es la vida al borde del amor y de la angustia. Está colmada de rumores vegetales esta vía de conocimiento y huele a pájaros profundos, a mar y roca y vértebras de peces. Pienso en un poeta que no huye del hombre y que descubre sorprendentes y reveladoras imágenes en el agua; en el agua que guarda los secretos de los pescadores, en los elementos tierra, aire, fuego que dieron forma y vida a su cantar.
Joaquín Vásquez Aguilar fue de esa casta de poetas que pulsaron el latir del tiempo vivo, que lograron una íntima relación con la génesis del mundo y la melodía de sus versos es como una serpiente con anillos de fuego. La figura entrañable del padre (don Emeterio), el peso evidente del tronco familiar, la geografía, el viento, la luz y la lluvia y las aves de Cabeza de Toro (el estero chiapaneco que lo vio nacer) se convierten en cifra y signo, en ecuación del poder de los orígenes. En Cabeza de Toro el magresal, el árbol del principio (cuya corteza Vásquez Aguilar atravesó en vida tantas veces para volver siempre más y más cercano a las cosas del mundo y que, me gusta imaginar, su fantasma sigue atravesando) se asemeja a don Emeterio en fortaleza, en generosidad, en sabiduría, pero también en su fatal mortalidad:
A la orilla del estero de Cabeza de Toro, cerca del embarcadero, hay un magresal. Es el árbol más viejo de todos. Es tan viejo que se le han caído todas las hojas, como a mi padre se le ha caído todo el cabello. Tal parece que ha estado allí desde siempre, desde la raíz de los siglos.
Algunas artesanas de las maderas laqueadas de Michoacán, Guerrero y Chiapas, pulen sus maravillosos trabajos con el sudor de su frente, incorporando así una sustancia de su propio cuerpo a la pieza única, a la obra artística. Pienso que la palabra poética de Vásquez Aguilar brota de su cuerpo como brota el sudor bajo los rayos del sol. Brota de su cuerpo la palabra lírica y alcanza su más alto grado de temperatura humana en algunos de los textos que este poeta escribió contra la sociedad citadina.
Hagamos la pregunta: ¿a qué vida puede aspirar el poeta, o cualquier persona, en la gran ciudad, es decir en el exceso de aglomeración, entre el bombardeo superficial de propaganda comercial y política? A una vida incompleta, fragmentada, en la que se nace, se vive y se muere en un loco transitar y copiando la vida de los otros, aunque el modelo sea ajeno a nuestra más íntima verdad:
Con tristeza te digo que el corral
es el mismo.
Que no hay vaca más acostumbrada
que aquella mecanógrafa;
que no hay escritorio más fijo
en su cuadra
que aquel subsecretario…
El poeta no quiere participar en ese juego de espejos en que se multiplica la imagen de don Nadie, porque el poeta conoce —y afirma— su esencia diferente y cae en la cuenta de que no podrá —y no desea— integrarse a la sociedad citadina. Hay que romper, hacer pedazos ese laberinto de mediocres espejos y bañarse en esa lluvia de vidrios, aunque nos hieran. Quizá la mejor manera de librarnos de ese laberinto absurdo es la que nos propone Vásquez Aguilar a través de su poesía: reafirmar nuestra vida interior, ejercer ese aislamiento consciente, rico e intenso:
Yo no habito ciudad. No. Me
doy cuenta.
Y me doy cuenta sombra que
ando un poco
luz. Ciudad que no habito y
cuyo foco
oscuro, cuya lámpara sedienta
(… …)
Antes de poner punto final a estas líneas, quisiera hacer una breve reflexión en torno del uso del lenguaje en los poemas de Vásquez Aguilar. Desde sus primeros ensayos poéticos, este poeta se preocupó por individualizar su lenguaje, en el conocimiento de que la individualización de la palabra es, en poesía, el único procedimiento para conseguir la plena comunicación expresiva y así liberar a la palabra de lo convencional que le hace perder sus posibilidades de imaginación creadora. Así, el poeta que nos ocupa hace de las suyas: con un poco de luz y un poco de sombra, con un poco de exceso de realismo y otro poco de imaginación concentrada, nos ofrece palabras en que la significación misma se ha vuelto un tanto loca; pero loca de una locura revitalizadora, de una locura que quiere tocar el corazón del hombre ansioso de preguntas que nunca tienen cabal respuesta.
Joaquín Vásquez Aguilar, poeta que se irguió a penas para confrontar su poesía con todas las realidades. Y para concluir este texto en modesto homenaje a Joaquín, a Quincho, como lo llamamos sus amigos más cercanos, reproduzco el poema que escribí con motivo de su prematura muerte:
JOAQUÍN VÁSQUEZ AGUILAR (+)
Creíste que las palabras fluirían inagotables y derramaste gotas y gotas sobre la yerba de lorquísimas lunas.
Litros, un río de palabras, mientras tu cuerpo deseaba germinar en el mar y las aves de Cabeza de Toro. Tierra y agua natal.

(Las nubes de tu pueblo desolladas se desangran en silencio.)

Frutas de temporada rodarán otra vez bajo mi mesa y copas de licores salvajes que regaron tu rabia, tu dulzura. Pero tú ya no aparecerás.
Extraña belleza en tus poemas de armonía arrancada a la angustia. En tus versos acamparon mis sueños, porque soy lo que fuiste
:un perro ciego que busca el filtro de la muerte.
(JF, enero de 1994)

Paréntesis

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