José Falconi
(A todas mis amigas, con mucho cariño, en este Día Internacional de la Mujer)
“Escribo porque yo, un día, adolescente, me incliné ante un espejo y no había nadie. ¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros chorreaban importancia”. Nos dice y se dice a sí misma Rosario Castellanos en “Entrevista de prensa”, un muy citado y revelador poema en que Rosario Castellanos afirma su derecho a dar su versión del mundo desde su condición femenina y desde la soledad que, en este orden de cosas que hemos construido, pareciera consubstancial a la mujer: “Mi experiencia más remota radicó en la soledad individual; muy pronto descubrí que en la misma condición se encontraban todas las mujeres a las que conocía: solas solteras, solas casadas, solas madres (…) Solas, soportando unas costumbres muy rígidas que condenaban el amor y la entrega como un pecado sin redención”. El derecho de una mujer a dar su versión del mundo pareciera ser de una obviedad pasmosa y de absoluta naturalidad pero, sin embargo, no es así. Por lo menos no lo era en el México y en los tiempos en que Rosario Castellanos daba inicio a su labor intelectual. ¿Y en los tiempos que corren? Para vergüenza nuestra, tampoco, o cuando menos no con la naturalidad con que debiera serlo.
Por virtud de su cultura universal y su lúcida inteligencia –nos informa la investigadora Margarita Tapia en su ensayo intitulado “Rosario Castellanos: ser por la palabra”-, la escritora observó que la desigualdad de las mujeres “se sustentaba no en la naturaleza, no en la biología sino en la larga tradición cultural de sometimiento. En la resistencia a permitir la entrada de las mujeres a las universidades y centros de enseñanza superior; a la dosificación de la educación e información femenina, de tal manera que ésta no representara una amenaza para la estructura patriarcal”.
“Al hacer invisible el trabajo de las mujeres, al minimizar sus ideas y participación social, política, científica y económica, de forma tal que no representara correr ningún riesgo –así lo consigna la autora en el ensayo “Mujer que sabe latín”- la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito”.
Abro aquí un paréntesis para confesar ante la memoria de la gran escritora y ante las mujeres “de mi raza y de mi patria”, como diría Amado Nervo, que los hombres estamos locos, y que el síntoma más grave de nuestra locura es que no creemos en la existencia de la mujer. Creemos en la existencia del hombre en sí; pero no en la existencia de la mujer en sí misma. Siempre la ligamos a otra cosa: la aureola social que la rodea; la debilidad femenina que debemos proteger; la ingenuidad de niña en un cuerpo de mujer; la sensualidad abrasadora que nos exalta, o inclusive la fuerza de carácter y la inteligencia que nos sorprende.
Mujeres-revolución, mujeres-pasión, mujeres-niñas, mujeres-dominantes o mujeres-esclavas; pero siempre mujeres convertidas, por la locura masculina, en símbolos, en mitos, en principios que nos alucinan y nos impiden alcanzar a la mujer persona. La mitología masculina las ha obligado a ser flacas o gordas, morenas o rubias, débiles o fuertes, lujuriosas o tímidas, lánguidas o ardientes.
La doble moral, los misticismos, las pasiones a las que pretendemos encadenarlas han dañado las relaciones hombre-mujer; es decir, todo el entramado social. Pero las mujeres ya no quieren jugar este juego perverso: no quieren ser, antes que nada, madres, lolitas, amantes. Quieren ser individuos y lo van a revolucionar todo, y más decididamente al darse cuenta que los hombres no somos sinceros cuando nos manifestamos a favor del cambio. La mayoría de los hombres de hoy seguimos amando con ideas del siglo doce. Soñamos con un amor “tan apasionado”, que en él las dos personas involucradas no sean sino una. “Dos ríos en un cauce”, como dice la canción.Las mujeres no sólo han dejado de creer en este sueño; tampoco quieren que sea posible. Porque, desde luego, la personalidad que se anula en esta simbiosis, es la femenina; este supuesto “sueño de amor” ha sido el pretexto para, chantajeándolas sentimentalmente, volverlas ornamento, enviarlas “al infierno del no ser”.
“Pero no hay por qué desesperar” –nos dice Rosario Castellanos-. Cada día una mujer –o muchas mujeres- (¿quién puede saberlo puesto que lo que ocurre, ocurre en el anonimato, en la falta de ostentación, en la modestia?) gana una batalla para la adquisición y conservación de su personalidad. “Una batalla que, para ser ganada, requiere no sólo lucidez de la inteligencia, determinación en el carácter, temple moral, que son palabras mayores, sino también otros expedientes como la astucia y, sobre todo, la constancia”.
Lucidez de la inteligencia, determinación de carácter, temple moral y aun astucia y constancia son virtudes que Rosario Castellanos poseyó –virtudes que hay que amalgamar y poner en juego para transitar de cosa a persona- y que la hicieron fecunda, creativa, poderosa, enriquecedora. Diría que Rosario Castellanos –y esto nos queda claro al revisar los volúmenes de “Mujer de palabras, artículos rescatados de Rosario Castellanos”, compilación, introducción y notas de Andrea Reyes, editado por Conaculta en la colección “Lecturas mexicanas”- adelantó la friolera de más o menos 30 años, nuestra agenda política democrática: impulsar lo que hoy llamamos políticas de identidad (mujeres, grupos étnicos, respeto a las diferencias, etcétera); fomentar la solidaridad social, la defensa del Estado laico, el ambientalismo, la equidad económica, la instrucción pública y otros temas.
Pero el fragmento que al principio citamos de “Entrevista de prensa” –“Escribo porque yo, un día, adolescente, me incliné ante un espejo y no había nadie. ¿Se da cuenta? El vacío…”- también nos habla del poder intrínseco del lenguaje creativo para fundar el ser y para establecer vínculos con los otros y con lo otro: los hombres, la historia, la naturaleza misma… Aquí estamos ya en los dominios de la poesía: de la fundación del ser por la palabra y en la palabra, como dijo el filósofo, y Rosario Castellanos creyó y practicó, pues ella entendió la poesía no como monólogo en que la persona se cierra sobre sí misma, sino como diálogo esencial y constitutivo en que se abre a los otros para juntos indagar en los misterios de la condición humana, en las potencias de la naturaleza y en las más variadas posibilidades de contemplar el mundo, de “leer la realidad”. Es decir, una poesía que dialoga sobre el amor y el desamor, la soledad y la muerte, los convencionalismos sociales que nos enajenan y disminuyen (aquí lo hace con desencanto e ironía). Una obra poética ejemplar, elegante y de gran precisión retórica y rítmica que dio piezas maestras como “Lamentación de Dido”, “Memorial de Tlatelolco”, “Ajedrez”, “Recordatorio”, “De la vigilia estéril”.
Paréntesis
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