domingo, 26 de mayo de 2013

Paréntesis

Pedro Salvador Ale entre mares desiertos

José Falconi
 
Pedro Salador Ale


De entre los últimos poemarios que he leído, no daré ni títulos ni nombres, Volar de ver de volar, de Pedro Salvador Ale, es uno de los que más me han maravillado. El dicho volumen cumple con creces el postulado de Octavio Paz: la poesía funda un espacio trascendente para la naturaleza humana; restablece nuestra condición primigenia, adánica, que nos liga (o religa) al misterio de nuestra impermanente fisicalidad, carnalidad ayuntada a nuestra apetencia de eternidad, así sea la eternidad que dura un instante; el preciso instante del deslumbramiento poético que se afianza en la locura divinizada de la palabra que, como bien sabemos, funda el ser pero también hace mundo del caos y proclama el elogio de lo efímero, de lo fugitivo que permanece y dura, para decirlo quevedianamente. Con voz poética de fisonomía inconfundible, Salvador Ale nos conduce al misterio del amor, cuestiona las visiones burocratizadas de la realidad, condena los ninguneos que el mundo moderno, postmoderno, hipermoderno con su lenguaje fariseico y mercantilizado ha hecho de la condición humana y, de forma suprema, reflexiona sobre el misterio de misterios, el secreto más claro por vivir: que nos hacemos ceniza en el viento, que a fin de cuentas somos tan sólo polvo, pero polvo enamorado.
En la poesía de Pedro Salvador Ale, poesía que cuenta y canta, porque en ella hay un difícil equilibrio entre el ritmo interior y el ritmo exterior, entre la nube y la sangre, entre entonación fonética y tono emocional de ese aparato verbal que es el poema, las cosas se dicen como si un ángel, que camina atrás del sueño, nos hablara de la monstruosa condición humana (monstruosa condición que Rubén Darío, el inevitable Darío, cifró en el símbolo del Centauro): somos de naturaleza celeste, dioses, pequeños dioses que defecamos. Ángeles caídos que vamos del placer a la ceniza. En este bello, preciso, bello por preciso e intenso, emocional, potente poemario, el poeta indaga sobre la existencia, mejor aún, sobre las diversas vidas que vivimos los que somos y estamos en el mundo, viendo hacia el misterio, alegres y aterrados ante la compleja realidad, danzando como en un ritual cargado de poesía ante la muerte, la Gran Igualadora, que decían los poetas cancioneriles del siglo XIII.
Sintiendo la música de su propia poesía (Pedro Salvador, que duda cabe, lleva la música por dentro) y armado con su anzuelo de pescador y su cuchillo de caza, este nuestro poeta nos conmina a no dejarnos apabullar por los poderes fácticos y perversos (poderes políticos, religiosos, burocráticos y aún culturales) que pretenden llenar de sombras la chispa divina, la belleza que aclara y que nos dice que estamos vivos. Sé que lo que sigue no se usa cuando se reseña un libro, pero la lectura de Volar de ver de volar, me provocó la escritura del siguiente discurso, pretendidamente poético:
Y trota la melancolía como una mula
Roque Dalton

Piedras preciosas,
pétalos perfumados,
silbos de armoniosa musicalidad,
hombres que aún conservan su naturaleza adánica,
sueños en que las nubes se abren
y derraman riquezas sobre la tierra.
Todas estas maravillas y muchas más hay en el mundo
como piedras de toque, santo y seña,
punto de partida del discurso poético.

Hay también bellezas terribles
como los ojos que vi pastando en el patio del manicomio.
Un niño de la calle que acaricia con ternura a un gato.

Nubes acumuladas en el cielo
pueden ser la serpiente sabia y emplumada de Kukulcán,
porque la palabra es potente como un guerrero maya
y puede transformarlo todo,
destruirlo todo,
crearlo todo para inventar de nuevo la realidad.
(Una realidad que ya no se parezca a este juego amargo).

La piedra preciosa de la vida
resplandece cuando los misteriosos poderes del cosmos
están de nuestro lado
y el alarido de la angustia se nos vuelve
la erizante broma de la poesía.

Paréntesis

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